AMOR A LA CRUZ

[ 33 ] Con el apóstol san Pablo debemos decir que llevamos en nuestro cuerpo y en nuestra vida las huellas de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, esa incesante participación del misterio de la cruz que nos perfecciona y nos alcanza la plenitud de Cristo, por la muerte al hombre viejo y a todo lo terreno a fin de dar paso a la vida de Cristo en nosotras. La cruz nos conduce a la entrega completa de nuestra propia vida para que todas las almas tengan vida en Él.
«La cruz ha venido a ser para nosotros la cátedra suprema de la verdad de Dios y del hombre. Todos debemos ser alumnos de esta cátedra en curso o fuera de curso. Entonces comprenderemos que la cruz es también cuna del hombre nuevo».

[ 34 ] Hemos venido al convento para imitarlo a Él, que ha cargado con la cruz, que ha sido crucificado en ella y que ha muerto en ella. Es razón suficiente para abrazarnos con alegría a la cruz del día a día y a las consecuencias de vivir fieles a la Verdad. Recordamos, además, que Él nos llamó bienaventuradas cuando, por causa de su Nombre, fuésemos perseguidas, que fuera de su cruz no tenemos razón para gloriarnos porque «en la cruz está la vida y ella sola es el camino para el cielo». No obstante, solo para «el alma que a Dios está toda rendida y muy de veras del mundo desasida, la cruz le es árbol de vida».

[ 35 ] Jesús crucificado mueve nuestras almas a una generosa correspondencia, esto es, a amarle de la misma manera como Él nos amó, dejando todo aquello que nos impida una mayor unión con Él, negándonos a nosotras mismas con radicalidad para entregarnos totalmente a su servicio por medio del amor, el sacrificio, la oración y la penitencia.

[ 36 ] De la contemplación diaria de los sufrimientos de Cristo en la cruz y de su Madre dolorosa nace el celo por nuestra propia perfección y por la salvación de las almas, por la santificación de la Iglesia y porque su Reino venga a todos los hombres. La cruz de Cristo viene a ser «la fuente de la que brotan ríos de agua viva»para acrecentar el fervor y alimentar nuestra esperanza; solo entonces, toma fuerza nuestra entrega y el amor a Dios y al prójimo se dilatan en nuestra alma. Porque «la cruz se transforma en símbolo de esperanza», la llevamos con alegría y confianza en la Divina Providencia y, con humildad, nos disponemos a sufrir todo lo que el Señor permita, conscientes de que, en su fidelidad, no nos permitirá pruebas mayores a nuestras fuerzas. Frente a todas las distintas formas que la cruz pueda tomar en nuestras vidas nos compete solamente hacernos niñas entre sus brazos, amando y soportando con paciencia y magnanimidad sus divinos designios.

[ 37 ] Benditas sean las cruces que nos sobrevengan y que nos asemejarán a nuestro Esposo Crucificado y nos unirán más a Él. Tenemos por cierto que los sufrimientos de este mundo vienen permitidos por la Divina Providencia y que de esta misma mano providente nos sobreviene gracia suficiente para llevarlos con paciencia y abandono. No se extrañe, pues, el alma ante los padecimientos, considere en cambio que en nada son comparables a la gloria eterna que le espera; más aún, no cese de dar gracias ante la oportunidad de padecer algo por Cristo, es el premio anticipado de la predilección de su Amor, que terminará por identificarla con su Esposo.

[ 38 ] No olvidemos que el color café que portamos en nuestro hábito, al interior del escapulario, no tiene otro fin que el de recordarnos el deber de llevar abrazada —a nuestro cuerpo y a nuestra alma— la cruz de Nuestro Señor y de cargarla todos los días, como todos los días cargamos el escapulario que usamos.