AMOR A LA SANTIDAD

[ 44 ] «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial», es la llamada continua que escuchamos de Nuestro Señor Jesús. Como consagradas del Padre debemos configurar nuestra vida con la de su Hijo en todo y vivir en la búsqueda permanente de la santidad, ya que «el hecho de estar el religioso en un estado de perfección le obliga, por su misma naturaleza, a esa tendencia perenne hacia la perfección cristiana».

[ 45 ] La Iglesia misma recuerda, expresamente, a todos los religiosos la obligación fundamental, concerniente a la vocación que han asumido: la santidad. «El estado de quienes profesan los consejos evangélicos pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia». Viene a ser para nosotras un deber imperioso el responder a tal exhortación, en virtud de la responsabilidad adquirida con el Cuerpo místico de Cristo.

[ 46 ] «La necesidad de este testimonio público constituye una llamada constante a la conversión interior, a la rectitud y santidad de vida de cada religiosa», que en ningún mo- mento debe ser descuidada, porque «si el dueño de la casa supiese a qué hora de la noche va a venir el ladrón estaría en vela» para no dejarlo entrar, pues «el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pe 5,8). Se hace necesario acoger el llamado de san Juan Pablo II: «Sed luz y consuelo para toda persona que encontréis. Como velas encendidas, arded con el amor de Cristo. Consumíos por Él, difundiendo por doquier el Evangelio de su amor» para que la Iglesia sea servida con la dignidad que atañe a la vida consagrada que hemos abrazado.

[ 47 ] Nuestra búsqueda por la santidad nos hace amantes de la vida de los santos. Guardamos devoción a aquellos que nos preceden en el cielo, agigantando en nosotras la esperanza de llegar a él. Ellos, a su vez, se hacen cercanos a través de la lectura espiritual de sus ejemplares vidas y por la lectura reverente del Martirologio romano que se hace cada noche en nuestras casas.

[ 48 ] El trabajo por la perfección nos exige un aborrecimiento del pecado —por eso decimos con santo Domingo Savio: «Antes morir que pecar»—, el destierro de nuestros defectos, el trabajo asiduo por la virtud, el estudio de las purificaciones del alma para saber vivirlas, el estudio del discernimiento de espíritus, la lucha firme contra las tentaciones y el ser señoras y dueñas de nosotras mismas para que, semejantes a Jesús, vivamos en este mundo sin pertenecer a él, atrayendo a todos con el ejemplo de vida y dando gloria a Dios en todo.

[ 49 ] Nunca debemos desfallecer en la búsqueda de la santidad. Mientras vivamos en esta tierra que pasa, hemos de saber que el camino hacia la cima es cuesta arriba y la que crea estar de pie cuide de no caer.

[ 50 ] Por último, tengamos presente que el color azul celeste del hábito que vestimos, además de nuestro amor a la Virgen, nos recuerda que nuestra patria es el cielo, y de él somos ciudadanas; allí debemos fijar la mirada y el corazón para cantar con el salmista: «¿Quién hay para mí en el cielo sino Tú? Y contigo, ¿qué podrá deleitarme en la tierra?».